Era maravilloso. Todavía lucía el sol en lo alto del cielo
iluminando la inigualable belleza del lugar, un pequeño paraíso.
Frente a mí y extendiéndose hacia mi derecha, montañas que
guardaban los secretos del tiempo, con sendas y caminos que conducían
hacia donde reposaban alegres manantiales y tranquilos bosques. Quizás
olvidadas las cuevas señalaban el camino hacia las mismas entrañas de
la serranía, ¡quién sabe qué tesoros debían cobijar!
La forma de las montañas revelaba su propia vejez. Habían
sobrevivido al paso de los años; con sus mudos y vastos parajes podían
contar las historias y leyendas más diversas. Entre sus pinos y
matorrales debieron jugar, pasear y trabajar antaño los niños, hoy
nuestros abuelos; su recuerdo ahora todavía permanecía silencioso en
el bosque.
El paisaje era verde. El bosque vestía las montañas durante todo el
año y en toda su extensión, hasta allí donde podía alcanzar con mi
vista.
Desde donde yo estaba, podía distinguir en la falda de una montaña
una estrecha carretera que llevaba al pequeño pueblo, nuestro pueblo,
oculto en el valle. Era un pueblo viejo con casas blancas, algunas ya en
decadencia. Sobresalía, aunque no muy por encima, un campanario hecho
de piedra cuya campana repicaba alegremente al sacar a nuestra Virgen
del Rosario en procesión.
Alrededor del pueblo, un poco apartadas, pequeñas casitas de piedra
y tejas salpicaban el paisaje. En otros tiempos eran utilizadas para
almacenar el grano, trillar y otras actividades; ahora estaban
inutilizadas algunas de ellas, y otras, reforzadas, todavía se usaban
para cobijo de gallinas o mulos, o para guardar leña y aperos.
Un riachuelo se extendía a los pies de éstas y bordeaba el pueblo.
Pero no era fácil de ver pues le ocultaban los altos álamos y a la vez
le delataban persiguiéndole en su recorrido.
Detrás de mí sólo existía montaña. Tan verde como las antes
descritas, pero con una peculiaridad: entre pino y pino rocas planas de
colores rojizos y grises; tumbados boca arriba sobre ellas podíamos ver
por las noches infinita cantidad de estrellas, el Camino de Santiago, y
frecuentemente una estrella fugaz nos daba la oportunidad de pedir un
deseo. Era el cielo más bonito que había visto en mi vida. Durante el
día con la luz del sol se podían ver símbolos grabados sobre las
rocas, algunas inscripciones tan antiguas que el viento y la lluvia casi
las habían hecho desaparecer.
Estas rocas no se podían oponer a que entre sus extremos brotasen
manzanilla, romero, espliego y otras hierbas que emanaban un olor que
emborrachaba mi mente.
Y yo allí, respirando naturaleza y belleza, rodeada de montañas. Me
sentía libre y feliz. Sobre mí estaba el cielo azul con pocas nubes
blancas. A mi lado correteaban los pájaros e insectos que con sus
sonidos rompían la proximidad del silencio. Todo era especial.
De vez en cuando una voz elevada a un grito, el ruido de un motor de
un coche lejano y la visión allá abajo de otros puntos que debían ser
personas, me recordaban que no estaba del todo sola...
Pilar Sales Eslava
1er Premio del concurso Literario 2001