Eloísa Navarro y Julián Tomás se casaron el día de
San Antón a la vez que el cura bendecía a los animales. Se fueron a vivir a Las Casillas
de los Moros, a la del centro, que era la que tenía la puerta y la ventana más grandes.
Julián salía al amanecer a regentar los huertos y Eloísa limpiaba y aseaba el suelo
terroso hasta que conseguía alisarlo y que no saliera ni una mota de polvo. De las
higueras próximas venían a ella los trinos de los jilgueros y las olas escarchadas de
las mañanas de aquel enero que siempre le acompañaron como las más frías de su vida. A
aquel invierno, siguió otro, y otro, y tres jarrones y tres hijos que colmaron su dicha:
Juan, Julián (como su padre) y Anselmo. Los tres eran revoltosos y dicharacheros. Cuando
les llevaba al río a lavar la ropa siempre acababan tirándose al agua y Eloísa tenía
más trabajo. En los campos de
siega; en la añá de arriba, o en la añá de abajo, no se les conocía obligación
precisa aparte de romper el cerco de ajos que se ponía por las noches para alejar a los
alacranes. Le gritaban a la luna y su madre les hacía callar porque en el
silencio de la siega no está bien armar alboroto si no es en la fiesta final de
agradecimiento por las cosechas. Salieron trabajadores y pronto ayudaron a Julián a domar
los terrones. Con la ayuda de los tres hijos consiguió el padre limpiar algunas tierras
más. Respetaron la fuente que nacía por encima de Las Casillas y llanearon el terreno
poniendo muros de tierra en las lindes. Eloísa les llevaba el almuerzo y a la sombra les
miraba con devoción mientras comían. Juan era el más hacendoso e independiente, le
construyó un jardín a la puerta de su casa para que no tuviera la madre que alejarse
para oler el perfume de las flores. Recrearse en el jardín del agua fue su única
diversión fuera del trabajo hasta que encontró el tesoro.
Desde que nacieron habían oído contar a los
mayores que en una revuelta alguien había escondido un enorme tesoro en un agujero cerca
de la casa. Los tres hermanos mantenían la secreta esperanza de que tanto
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labrar la tierra daría sus frutos dorados y sonoros que
con su color exacto harían temblar al más pintado. Largos años de sudor se sucedieron y jamás nada
amarillo y pesado deslumbró sus ojos, nada que no fuera la flor de la retama. Pero
encontró Juan un día una piedra escrita: "omnibus caesar" - leyó. No pudo
seguir porque el pie se le enredó en una arista y no hubiera podido sacarlo si la roca no
se hubiese movido. Se deslumbró con las palabras. Arañó con las manos el resto del
borde y descubrió un saco de hilo roto que se destripaba dejando al viento onzas de oro
grandes como rolletes. Las pupilas se le abrían y se le cerraban alternativamente.
Eloísa tendía la ropa en los cardos secos y
luego frotaba con arena el puchero y los cuatro platos. Al enjuagarlos, una espuma arenosa
se extendía río abajo. Con ella se fueron sus sueños y su vida. Por ver crecer a sus
hijos se había olvidado de ella. La orilla de la presa siempre le devolvió su rostro con
las marcas de los años. Con regusto imaginaba allí las bodas y los nietos. Con gusto
veía allí los trajes y los niños comiendo caramelos y tirarlos a las gentes. Como un
relámpago Juan llegó hasta ella y le dijo: " ¡Madre, somos ricos! ". Eloísa
lo miró mientras se secaba las manos y pensando que ella llevaba siglos sabiendo. Se hizo
la tonta y le preguntó: "¿Qué será de nosotros?". Juan dijo que los tres
hermanos harían grandes viajes para conocer las pobrezas de] mundo y que a ellos les
comprara un palacio grande atendido por sirvientes. Así fue, las aguas del pueblo
siguieron cayendo por las acequias regando las viñas y las nogueras, el rumor de las
fuentes hacía más íntimo el silbido del piche y en todas las lomas al atardecer siguió
dibujando sus colores rojizos semejando tesoros y Las Casillas de los Moros quedaron para
siempre mirando el ropaje de sus víctimas.
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