REMASAR
Por el camino de la Venta los
remasadores se van al tajo. Han salido a las cinco de la madrugada y todavía lo noche no
se ha levantado de su espesa morada. En la Peña Alta se han parado para mirar atrás. Los
tejados desprovistos de rectitud los han despedido con la grandeza de saber que bajo ellos
se cobijan, entre sueños, su vida y los siglos. Hace treinta años que la palabra remasar
no significa nada, pero aun pervive en el recuerdo de una generación laboriosa que la
llevó en los labios durante muchas décadas.
Recorren la extensión eterna
de pinos verdes que cantan con sus hoja, puntiagudas a la mañana. El camino es largo.
Siempre el primer día resuena en sus oídos el rumor apaciguado de un año más, de una
vida más. Las noticias inmediatas van dando paso a las más remotas en la conversación.
Se habla de las cosechas y de las lluvias.
Como siempre, las nubes
siguen pasando por encima como si llevaran prisa -decían.
Resinar es un oficio duro, la
lata donde se acarrean las "pelotas" llega a pesar hasta veinte kilos. Se debe
caminar por piedras escarpadas sin ningún rumbo, sólo con la precisión aleatoria de
recoger el máximo de cartuchos posibles. Se marcan las manos de cada uno y los que van
por las orillas deben de recorrer más trecho. La garrafa de agua se lleva a lo alto del
pico, sirve así para consolar a los primeros y refrescar a todos. Los rápidos
tienen la ventaja del pequeño descanso antes de que lleguen los últimos. Cuentan con la
garantía de que al menos el trago de agua sirva para consolarlos. Cada cual se plantea
sus cuentas como le apetece. Unos piensan que cada cubo arrancado con la paleta es uno
menos para el final de la faena, otros se repiten que cada gota de sudor servirá para
mejorar la vida de su familia. Cuando la mano y el hombro han arrastrado miles de kilos de
resina por el monte desnudo, los remasadores ven más claro lo que significa la fiesta de
octubre. También allí se juntan en cuadrilla, pero montados en caballerías y sabiendo
que la carga es mucho menos pesada: el esparto. Con él se afrontan los meses de invierno
en la chimenea haciendo albarcas y albardas, pleita y serones. En la remasa también hay
tiempo para la dicha. Los pensamientos andan revueltos. La llama de los ojos de la amada
sigue viva en la cabeza. Alguno tropieza con las señas grabadas con el nombre de alguien
y le trae el recuerdo del olmo, donde en otros tiempos, cogían la mano temblorosa de la
mujer de sus amores. En las fiestas el acordeón sonaba y todos se marcaban el mejor
corrido de la comarca. Venían mozos de los pueblos de alrededor. Dos o tres bombillas
iluminaban la plaza de abajo. La inclinación de la calle hacía que cada cual fuera
deslizándose al Regajo con armonía y acompañamiento.
Los miércoles llevan las
mujeres el hato y al atardecer se acurrucan entre las ramas de algún cerezo blanco y
llueven suspiros.
- ¿Cómo están las niñas?
-se pregunta.
- Crecen y juegan. -Se
contesta-. Sólo piensan en jugar.
- ¿Qué quieres? A su edad ya
se sabe.
Parten el pan en la cena y se
cuentan historias pasadas. Un hombre delgado con voz ronca recuerda la vieja leyenda;
aquélla que decía que en el Mesto vivió Martina y que tuvo una hija de nombre Rosana y
que le chupó la salud una serpiente que sorbió la leche de los pechos de la madre.
Cuentan - decía- que en el río Mesto se llegaban a dormir pastores y gañanes. Se
cobijaban en los establos y compartían la noche con los animales. La niña Rosana se
criaba enfermiza y todos lo achacaban a la soledad del campo.
- Como no tiene otras niñas
para jugar, no se anima- decían.
La verdad es que su padre
sentía la inquietud en el corazón y pasaba las noches en vela observando a la
niña. Los caballos y los perros se removían por las noches, pero Rosana siempre dormía
tranquila. Una madrugada fría descubrió que la serpiente ponía la cola en su boca y
mientras ella chupaba la leche a la madre que dormía rotunda. Aunque siempre hubo
incrédulos que no lo creyeron, allí siguió la leyenda circulando de boca en boca y de
generación en generación.
Los presentes ponían
abiertos los ojos y se les reflejaban en las pupilas las llamas del fuego y la inquietud
de todos los fuegos.
La oscuridad caía leve entre
espartos y sombras. El viento iba trayendo las estrellas que se situaban fijas sobre sus
cabezas como lo hacía desde todos los siglos. En las gruesas mantas se situaban y pronto
los ronquidos cansados se mezclaban con la brisa fresca, las ramas de los pinos los
transmitían encunados en sus ondulaciones. Así se iban.
A la mañana siguiente,
cuando los rayos del alba se marcan en las montañas, se levantan las mujeres y cargan las
bestias. Mientras se alejan por el camino, ven once hombres subir cuesta arriba con las
latas empuñadas, los botijos y las garrafas. La sed se hacía presente en la mañana y ya
no se abandonaba hasta la noche, cuando el vino tinto, pisado en el jaráiz calmaba la sed
hasta el día que comenzaría de nuevo agarrando la garganta.
Manuel Zamora García.
Villar del Humo, 1995.